Podemos aprender cómo amonestar a nuestros hijos y reforzar esas advertencias, sin importar cuál sea nuestro temperamento, o el de ellos. La clave es no permitir que te conviertas en un padre pasivo. Estas son algunas estrategias que ayudarán:
Ser firme en tus amonestaciones
Las advertencias indefinidas son amonestaciones desperdiciadas. Como ejemplo; ¿cuál de estos padres obtendrá mejores resultados?:
- Padre número uno: – “Juan, no seas tan desobediente. ¡Si no te haces caso, te va a ir mal!”
- Padre número dos: –“Susy, no le pegues a tu hermano. Si vuelves a pegarle a tu hermano, irás a sentarte en tu silla de castigo por diez minutos. ¿Lo entiendes?”
Si elegiste la segunda advertencia, estás en lo correcto. La pequeña Susy entenderá el mensaje. Si no lo hace, sus padres sabrán exactamente qué hacer.
Una advertencia terminante es mucho más fuerte que una amenaza. La segunda advertencia identifica al carácter indisciplinado, establece las expectativas paternas, y explica las consecuencias de desobedecer. La primera advertencia, aunque llena de emocionalismo, es vaga. Casi puedes escuchar el grito y sentir la tensión. Pero realmente no dice nada. Juan probablemente ignorará la primera advertencia, y el padre que se la dio terminará muy frustrado.
Los padres que dan advertencias indefinidas corren el riesgo de perder el respeto y la atención de sus hijos. Esto es lo que sucede progresivamente:
- Cuando la disciplina no es clara . . .
- la autoridad no es reforzada . . .
- el respeto no se establece . . .
- la voz del padre no es obedecida . . .
El resultado es un padre frustrado, y un padre frustrado es un padre derrotado. Lo peor de todo, es que el niño aprende que él puede controlar a mami y a papi al ignorarlos, al menos hasta que comiencen a gritar y a vociferar.
Cuida que las advertencias sean apropiadas para la edad del niño. Aún un niño pequeño puede entender la palabra “No.” De hecho, debes establecer las reglas en el primer año de vida de tu hijo. Entre más esperes, más difícil será. Si esperas demasiado, se convertirá en una tarea desesperante.
Si él hace caso de la advertencia, hazle saber que estás complacido. Si no hace caso de la advertencia, lleva a cabo la disciplina que prometiste.
Usa la disciplina apropiada
Al ir creciendo el niño, necesitas cambiar las formas en que lo disciplinas. Sabrás qué tan efectiva es la disciplina cuando veas la respuesta de tu hijo. Si ves que su actitud se ha ablandado, si lamenta haber actuado así, sabrás que la disciplina ha funcionado.
Si disciplinas con efectividad mientras tus hijos son chicos, tu trabajo definitivamente se hará más fácil cuando crezcan.
Cuando nuestros dos hijos tenían dieciséis y doce años, con frecuencia discutían por lavar los platos. ¡Nos encantaba! Una tarde, cuando ellos peleaban por decidir quién lavaba y quien secaba, decidí enseñarles una lección. Les ordené sentarse calladamente en la cocina, mientras yo lavaba los platos y les daba instrucciones de cómo hacerlo. Los lavé extremadamente lento, tomándome mi tiempo – ¡y el de ellos! Después de eso, tuvimos menos problemas. . . al menos por un tiempo. La disciplina debe ser algo que nuestros hijos quieran evitar lo suficiente como para obedecer las reglas que hemos establecido.
La disciplina cercana al momento de la desobediencia
El padre que está presente, es el padre que debe aplicar la disciplina. No ayudará a tu hijo el tratarlo con la disciplina de, “cuando llegue a casa tu papá.” No te gustaría eso ¿o sí? El niño comienza a aterrarle que su papá llegue a casa, porque sabe que lo castigará o lo regañará. Además de eso, con frecuencia los niños más pequeños olvidan lo que hicieron mal al finalizar el día.
¡Nunca, nunca, nunca!
Nunca ridiculices a tus hijos
No les pongas nombres, ni los molestes de manera que los lastimes o los avergüences. El ridiculizarlos creará en ellos amargura hacia ti y hacia otros en autoridad. Pueden obedecerte, pero matarás su entusiasmo. Ningún niño debe marchitarse como una planta seca. ¡Deben florecer! Como dice la Biblia,“Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten.” (Colosenses 3:21)
Nunca utilices el rechazo como una forma de disciplina
Algunos padres en realidad, les dicen a sus hijos que los odian o que no los soportan, les hacen trizas el alma con sus violentas palabras. Conocemos a una señora cuya madre la encerraba en un closet, por horas, cuando llegaba a exasperarla. Otra mamá de una amiga se rehusaba a hablarle por días cuando ella se portaba mal. Trata de imaginarte cómo hacía sentir esto a un niño pequeño. O tal vez no necesites imaginártelo. Tal vez lo sepas. Tal vez te sucedió a ti. El rechazo puede aprisionar a un niño de por vida. Necesitamos dejar que nuestros hijos sepan que los amamos, sin importar lo que hagan, pero que no toleraremos su mal comportamiento.
Los padres que hablan palabras violentas; que sujetan a sus hijos a un silencio paralizante, o que los encierran en closets; tienen ellos mismos grandes necesidades. He aquí las buenas noticias para tus malas noticias: Jesús tiene el poder para sanar tus heridas y renovar tu mente. Él convierte a la gente quebrantada en padres saludables.
Nunca sobreactúes
La mayoría de los padres sobreactúan a veces. En un momento de frustración podemos explotar con nuestros hijos con severas palabras de enojo. Podemos hacer espantosas amenazas o disciplinar al hijo inocente por equivocación. Nunca es excusable, pero da cierta tranquilidad saber que nos sucede a muchos de nosotros. A veces ayuda el que te tomes un “tiempo fuera” antes de responder al mal comportamiento de tu hijo.
Nunca te des por vencido
Algunos padres lo han hecho. Ellos creen que ya no pueden hacer nada con sus hijos, y esa creencia conduce a la pasividad. En otras palabras, ellos se descorazonan. Ahora, sé que es fácil que los padres lleguen a desanimarse. Nos sucede muchas veces. Pero el bienestar y el futuro de tu hijo depende de tu participación. Encontramos nuevos ánimos a través de nuestra relación con Dios y su Palabra. Tú puedes hacerlo también.
¿Qué deberás hacer si te conviertes en uno de los “jamáses”? Sé honesto. No trates de cubrirte. Admite tus errores. Ninguna otra cosa funcionará.
Perder el prestigio, no la gracia
Un día, cuando nuestros hijos eran aún pequeños, le pedí a Miguel que lavara el carro. Cuando lo revisé, encontré agua en el interior de auto. ¡Exploté! Le grité, y aun lo llamé idiota. Por el rabillo del ojo vi a Mateo, su hermano menor, llorando. Ahora, ¿por qué es que Mateo lloraba, cuando al que le grité fue a Miguel? “¿Qué te sucede?” le pregunté enojado.
Con las lágrimas brotando de sus ojos, mi pequeño hijo de seis años replicó: “Papá, es la forma en que le gritaste a mi hermano. Miguel no quería que el agua entrara al coche. Solo estaba tratando de ayudar. Tus palabras se oyeron como una explosión de enojo.”
¿Qué hace un papá ante esto? Pude haber reprendido a Mateo por hablarme de ese modo, pero tenía razón. El Señor lo utilizó para condenarme. Me había enojado. Había acusado equivocadamente a Miguel de descuido. La única cosa correcta por hacer, era admitir que estaba mal. Eso es lo que hice. Pude haber salido desprestigiado, pero mejor eso, que perder el respeto de mi hijo.
Hay una idea que necesitamos entender: no es lo mismo perder el prestigio que perder el respeto. ¿No has perdido el respeto por alguien que mantiene su imagen personal, sin importar las mentiras que tenga que decir para hacerlo? ¿Y no respetas genuinamente a la persona que se arriesga a verse mal, pero mantiene su integridad?
Todos los padres somos imperfectos. Puesto que no podemos ser perfectos, necesitamos suficiente honestidad para admitir que hemos cometido un error. De otro modo, les estamos enseñando a nuestros hijos que “el poder hace lo correcto”¿Podrán alguna vez respetar a cualquier autoridad cuando hayan perdido el respeto por nosotros?
Los hijos difieren grandemente en su temperamento y personalidad. Como padres, necesitamos aprender sus diferencias, para que no cometamos el error crucial de tratar la debilidad o el desánimo como rebeldía. Cuán desesperadamente necesitamos tener un corazón sensible, un corazón como el corazón de Dios, al preocuparnos por nuestros hijos. Antes que sigamos adelante, detengámonos y oremos:
“Dios Padre, dame un corazón como el tuyo. Dame tu sabiduría. Muéstrame a mis hijos a través de tus ojos. Cambia aquello en mí que me impide ser un buen padre. Me arrepiento de mi orgullo, mi impaciencia y mi aspereza. Gracias por cada uno de nuestros hijos y por lo que aprendemos mientras los criamos. Ayúdame a preocuparme lo suficiente para disciplinar a mis hijos con amor. Amén.”